Mal amor by Jonathan Kellerman

Mal amor by Jonathan Kellerman

autor:Jonathan Kellerman [Kellerman, Jonathan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1994-05-28T04:00:00+00:00


18

Cenamos en un restaurante indio cerca de la frontera oeste de Beverly Hills con Los Angeles, remojando la comida con té de clavo, luego conduje hasta casa. Me encontraba bien. Robin fue a tomar un baño y yo llamé a Milo a su casa y le hablé de la llamada de Jean.

—Tiene algo que decirme, pero no ha querido explicarlo en detalle por teléfono… parecía nerviosa. Creo que ha averiguado algo sobre Hewitt que la asusta. Me encontraré con ella a la una, y le preguntaré acerca de Gritz. ¿Cuándo piensas ver a Ralph Paprock?

—Alrededor de las diez.

—¿Te importaría hacerlo más temprano?

—La tienda no estará abierta. Supongo que podemos cogerlo justo cuando abran.

—Pasaré a recogerte.

El domingo por la mañana conduje hacia Hollywood Oeste. El hogar de Milo y Rick era una pequeña casa española perfectamente conservada al final de una de esas cortas y oscuras calles que se esconden a la fantástica sombra de la masa azul verdosa del Design Center. El hospital Cedars-Sinai estaba a la distancia de un corto paseo. A veces Rick iba corriendo a trabajar. Ese día no: el Porsche blanco no estaba.

Milo me esperaba fuera. El pequeño césped delantero había sido reemplazado por una capa de tierra y plantas con flores de un brillante naranja.

Me vio mirarlas y dijo:

—Resistentes a la sequía —mientras se metía en el coche—. Aquel «diseñador ambiental» del que te hablé. Guy tapizaría el mundo de cactus si pudiera.

Tomé Laurel Canyon hacia el Valley, pasé casas sobre pilares y cabañas postmodernas, el deteriorado Palladian donde Houdini había hecho trucos para Jean Harlow. Un gobernador vivió una vez por allí. Su magia no había desaparecido.

En Ventura, giré hacia la izquierda y viajé tres kilómetros hacia Valley Vista Cadillac. La sala de exhibición tenía en la fachada unas lunas de cristal de seis metros y estaba bordeada por un amplio terreno exterior. Colgaban unas banderolas en el cable de alta tensión. Las luces estaban apagadas, pero el sol de la mañana incidía sobre los brillantes cuerpos de cupés y sedanes flamantes. Los coches del exterior eran deslumbrantes.

Un hombre negro ataviado con un traje azul marino bien cortado estaba de pie junto a un Seville de color humo. Cuando nos vio salir de mi setenta y nueve, fue hacia la puerta principal y la abrió, aunque todavía no era horario de apertura. Cuando Milo y yo entramos, su mano estaba extendida y su sonrisa florecía más brillante que las plantas de Milo.

Tenía un bigote perfectamente atusado y una camisa de cuello abrochado tan blanca como un alud de nieve. Fuera, junto a la sala de exhibición, entre los coches, había un recinto con unos cubículos, y pude oír a alguien hablando por teléfono. Los coches estaban limpios y cuidados al detalle. Todo aquel lugar olía a cuero y goma y a llamativo consumo. Mi coche había olido así una vez, aunque yo lo compré ya usado. Alguien me había dicho que esa fragancia viene en botes de aerosol.

—Es un clásico el que tiene usted —dijo el hombre, mirando por la ventana.



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